Le parecía poco común llegar a su casa. La
ansiedad le entorpeció los movimientos. Reconoció olores, sonidos y siluetas.
Se paró frente al espejo y le asombró que pudiera verse en él. Le tomó algo de tiempo
identificar vestigios del hombre que fue, de una lejana fisonomía robusta de la
que alardeó y de algunas facciones que fueron de su agrado. No era el hombre
que se había ido, el que se había ido no había regresado, el que llegaba era
otro, guiado por un aroma particular que lo traía de vuelta y le hacía
rememorar el dolor de los parientes muertos en su propia muerte.
“No te vayas”, le dijo muchas veces su mujer,
“si nos toca comer una vez al día, comemos una sola vez pero juntos”.
“Allá te espero”, respondió él
invariablemente.
Inspiró aparatosamente para hincharse de
fuerza. Fue allí que se despidieron, frente al espejo del pasillo, asiéndola
por la cintura, llenándola de promesas que se volvieron mentiras. “Te juro que
llegaremos juntos a viejos”, le dijo. Ahora, bajo el umbral de la recámara,
constataba que la cama y una pila de ropa doblada ocupaban el mismo espacio de
la misma forma. Allí le había pedido que le diera un año para cambiarle la
vida. “Mañana voy a verme con el Diablo”. No quiso verse con La Bestia porque
en ese trayecto el Cartel había ejecutado setenta y dos migrantes en una bodega
abandonada, por esa razón había preferido la ruta del Diablo, aunque las
temperaturas fueran infernales cuando tocara atravesar el desierto de Sonora.
En la ciudad de México treparía a los vagones del ferrocarril para irse por la
ruta del Pacífico hasta Mexicali, donde buscaría
a algún coyote para cruzar la frontera.
Se fue hasta la cocina y el olor a flores se
hizo más fuerte. Se dio cuenta que había seguido un mosaico de pétalos
anaranjados y amarillos que dibujaban un camino. Recordó que antes de irse
había abierto el refrigerador y había encontrado hielo y agua, como siempre. Le
remordió la conciencia. Fue él quien la convenció de dejar la provincia para
acompañarlo a la capital en busca de las oportunidades que nadie les prometió.
Después les tocó decidir y decidieron que él se iría primero. Cuando trepó al
vagón les pidió a sus santos y a sus difuntos que lo acompañaran en la travesía.
Las pisadas que escuchó le resultaron
familiares, lo hicieron voltear. Era ella. Llegaba de su trabajo como todos los
días a dos años de su llegada a la ciudad de México y a un año de la despedida.
La vio más cansada de lo que solía llegar cuando eran felices y no lo sabían.
La vio taciturna y desaliñada, más muerta que viva. Parecía que su cuerpo
anduviera sin alma. Abrió el refrigerador, asió un vaso y una jarra y con el
mismo desánimo vertió en el vaso un poco de agua, se la tomó con una solemne
lentitud y resignación. A un año, las cosas parecían no haber cambiado en su
ausencia porque ella seguía teniendo sólo hielo y agua en el refrigerador. La
mujer se sentó a la mesa y depositó sobre ella una pila de tortillas y dos
panes que traía en su bolsa, también puso dos ramos azafranados y olorosos. Él
la vio más triste cuando le rociaba sal a las tortillas.
Iba por el Valle de La Muerte, árido y
rocoso, cuando el vapor empezó a empaparlo de sudor y experimentó insolación
hasta por debajo de la piel. El vagón hervía y los tripulantes se cocinaban en
la reverberación. Buscó su botella, casi vacía y apenas se humedeció los
labios. Se acordó del hambre que había en todas las casas donde había vivido;
recordó lo mucho que le dolió dejar sola a su mujer; pensó que dos horas más
tarde, ella llegaría a la casita rentada trayendo las tortillas de cada día.
La mujer se levantó, se pasó las manos para
arreglarse lo imposible de arreglar y se dirigió a la sala siguiendo el camino
azafranado en el piso que terminaba frente al altar, donde había un vaso de
agua en medio de un platito de sal y de otro plato, vacío; sobre éste plato
puso los panes que debieron haber sido pan de muerto pero el dinero fue gastado
en la compra de muchas flores de muerto. Encendió una veladora y la puso
cerquita de un portarretrato. La luz de la veladora iluminó la foto de su
marido, que se hallaba apostado a sus espaldas y a quien las flores de
Cempasúchil lo habían guiado de regreso ese día. Ella acomodó los manojitos
nuevos en el mismo florero donde estaban las flores tristes y se dispuso a
comer las tortillas saladas con su muerto. “Me pediste que te diera un año para
cambiarme la vida y de qué manera me la cambiaste. Te dije que no te fueras.
Que si era de comer una sola vez al día, lo hacíamos juntos como hoy”. Comió
con un magistral conformismo, cargando el peso del hambre y de la desesperanza,
y compartiendo con él la miseria de todos los días, antes en vida y ahora desde
la muerte.
Concurso de Historias del Día de Muertos - Zenda - 2018
Excelente amigo.eres un gran escritor me atrapaste en tu lectura.
ResponderBorrarMuchas gracias! Por haber tomado un tiempo para leerme y por tu comentario!!!...
BorrarMe encanto, felicidades..Sigue asi excelente.
ResponderBorrarGracias por tu comentario!!!
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